Estar en el Fin del Mundo trae a colación algunos pensamientos que se mueven alrededor de todo el cuerpo. Por un lado, gratitud, por sentirse tan al borde y ver que las ideas todavia quedan arraigadas a nuestro cerebro desafiando la gravedad. Por otro lado, incertidumbre en querer descubrir cómo fue que los hombres de la antigüedad tuvieron la descabellada idea de que el mundo estaba sostenido por tortugas gigantes...

A veces resulta difícil imaginar que la porción más austral del país pueda llegar a ser el principio y el fin de muchas otras cosas que nada tienen que ver con la finitud. Y crea un más allá que suscita esa mezcla de temor y excitación que impulsó e impulsa aún a los aventureros y conquistadores que partieron en todas direcciones en busca de riquezas y nuevas experiencias. Casi me animaría a decir que esa urgencia es el espíritu mismo de nuestra civilización y busca satisfacerse en ese más allá que crea. Pero no resulta, no puede declararse satisfecha y se revuelve sobre todo lo que consolida en busca de novedades y cambios.

Quizás es porque vine para estos parajes con la idea de una ruptura, una fragmentación, pero, como el big bang, toda explosión resulta ser una implosión de nuevas metas y sensaciones. Este fin del mundo no tiene que ver con un final apocalíptico, sino con un renacer de aquellas cosas que creía perdidas. Un nuevo comienzo, con un final que, por ahora, se lo ve demasiado lejano como para poderlo imaginar.

La foto: Contenedores, una obra de Edgar Echaverria... justo aca abajo en el lobby del hotel... No todos los días uno puede tener semejante estructura decorativa al lado... Confieso que desde anoche que vengo con las ganas de hacer una especie de alpinismo artístico... quizás de madrugada nadie note mis huellitas marcadas.