Ay! Me duele ...
Hubo una época en que se le decía neurasténico a todo aquel que tuviera una conducta desordenada, explosiva o fuera de lo común. Cuando la tenía un varón, la neurastenia era fruto del exceso de trabajo; cuando aquejaba una mujer, se debía seguramente a la falta de actividad sexual. Todo se decía a media voz y sin que los niños escucharan, pero aquel enigmático "fulana no está bien atendida" hacía clara referencia a la falta de cumplimiento de las obligaciones maritales.
La irrupción del psicoanálisis freudiano codificó esta creencia popular y la ascendió a la categoría de "verdad científica". De pronto, el sexo o la ausencia de él era la causa de la mayor parte de las calamidades que afligían al género humano. Si un hombre tenía muchas corbatas, era una clara y simbólica afirmación fálica. Ya se sabe, la corbata era eso, ¡y a no discutir! Los sueños, que antes servían para jugar a la quiniela o a la lotería, ahora se interpretaban en las sesiones terapéuticas. Proyecciones, regresiones, y sobre todo el Edipo y la Electra sobrevolando nuestras pesadillas y complicando a nuestros padres (vivos o muertos) en innumerables lecturas que nos llevaban a nuestro pasado fetal.
Quien comía mucho era un "ansioso oral"; quien no comía nada era un suicida en potencia. Si uno no encontraba trabajo, era porque se saboteaba en un juego masoquista y perverso.
La moda psicoanalista decayó luego y apareció el pragmatismo con su verdad desnuda. La responsabilidad de nuestros males era exclusivamente nuestra. Y, a menos que nuestros padres hubieran sido Nerón, Drácula, Hitler, Mesalina, Lady Macbeth o la madrastra de Blanca Nieves, no tenían nada que ver con nuestras acciones erróneas. Al eliminar a los padres como exclusivos culpables de nuestros males, se avanzó sobre la teoría de la autoagresión destructiva. Algo así como la sistemática negación del disfrute de vivir.
Las enfermedades físicas y orgánicas eran ni más ni menos que somatizaciones de estados anímicos depresivos. Desde cuadros gripales o ataques de tos hasta derrames, infartos o infecciones generalizadas, todo se debía a "autosabotajes". Consejos como "calmate, relajate, achica el pánico, no generes la enfermedad, no seas tu propio enemigo", llenaron de angustia a millones de pacientes alelados ante la experiencia insólita de agregar a su cruz la carga de una culpa atroz y, aunque pudiera ser cierta, absolutamente irreparable.
Esto no implica negar la influencia de la psiquis en nuestra vida, ni tampoco despreciar la ayuda invalorable de una buena evaluación psicológica de cada uno de nuestros actos.
Pero echarle la culpa al sexo, los padres, la infancia, la autodestrucción y –¡por Dios!– ¡a las cervicales! Que ahora se han constituido en las responsables de todos nuestros males. Suena a disparate mediático y a mal consejo de supuestas autoayudas, que desde los espacios televisivos abiertos o de cable caen sobre el desprevenido ciudadano común que se queda lo más tranquilo ante cualquier aviso de su organismo.
Ya se sabe que es mucho mejor culpar a las cervicales en lugar de prevenir males con oportunos chequeos y visitas a especialistas. Es más tranquilizador responsabilizar a una somatización, resultado de una discusión en la casa o en el trabajo, que enfrentarse con la posibilidad de que algo no esté funcionando bien. Ser hipocondríacos tampoco es la solución; inquietarse por un calambre y correr al médico exigiendo orden de internación por una hemorroide irritada no es el mejor signo de salud mental. Es lo de siempre: sensatez, equilibrio, sentido común, coraje para vivir lo mejor que se pueda sin "neurastenia" ni "somatizaciones" ni "proyecciones o traumas de infancia", con todo el sexo que cada cual necesita, ni más ni menos, y con las cervicales en orden. Y si es posible, con el alma en paz.
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