"DEDICADO a los pecados de la juventud, al desorden de principios como medio en la universal era del universal desencanto y a la absoluta rebelión frente a la totalidad de la simpleza, así como a la libertad en sí misma..."Alfred Jarry

lundi, juin 04, 2007

¿Quién es el mejor para hacerse cargo de estas contradicciones?

Miércoles por la noche, la Sala Martín Coronado del Teatro General San Martín presentaba pocas butacas sin espectador. Un público híbrido: jóvenes seguidores de los actores famosos de la tv se entremezclaban con aquellos de asistencia perfecta a todas las puestas ofrecidas por este gran teatro. De a poco se fueron bajando las luces a la vez que una voz en off daba las últimas recomendaciones – escasamente escuchadas - para disfrutar a pleno de la función. Una música fabulesca de introducción y se abrió el telón, la magia iba a comenzar.
Henrik Ibsen escribió Un enemigo del pueblo en 1882 con ansias de pronosticar, desde su humilde lugar como dramaturgo, el advenimiento de las corrientes individualistas que se manifestaban en Europa a través de sus sucesivas desilusiones con la política de la época. Quizás Sergio Renán se sintió atacado por la misma desgracia y eso lo movilizó a presentar esta aventurada puesta en escena de la misma. En principio, vale considerar que Ibsen pretende proponerle al espectador una catarata de temas absolutamente controvertidos: la lucha contra la corrupción política, el dinero versus el bienestar ambiental y la consecuente degradación del debate público alimentado por la bilateralidad del periodismo. Como es posible ver, nada más alejado de la realidad de nuestra Argentina actual, es allí donde el director argentino toma la posta y, tras la realización de un profundo trabajo de adaptación, hace revivir sus personajes en el escenario porteño.
Seguramente, ante el grado de candencia de los temas expuestos, era de esperarse la aparición de contradicciones e interrogantes que tanto el texto como la puesta en escena no logran responder. Por un lado, el dramaturgo plantea el enfrentamiento de un individuo con la sociedad a la vez que, mediante un final abrupto, deja que éste se sumerja en su resignación y acabe aceptando su derrota. Por otra parte, son muchas más las contradicciones que plantea la puesta de Renán. Principalmente, es notable el esfuerzo en la didáctica enunciación propuesta por el director, manifestada por un sinfín de situaciones sobreactuadas, en las cuales no se le deja nada al espectador para asumir con libertad. A su vez, en la escena más importante, la que todos esperaban ver, en un intento de hacer sentir al público parte de ese Pueblo ubica a este último de espaldas, por lo que el espectador no logra ver sus expresiones, tan enfáticas desde un principio. Este aspecto contradictorio también se manifiesta desde una musicalización fabulesca pero que en escena no encuentra ninguna moraleja. Alimentada también por una escenografía al mejor estilo de los años ’50, Renán intentó acortar el salto temporal entre el final del siglo XIX en el que Ibsen escribió la obra y la actualidad, para ello recurrió a un juego cromático entre grises y luces bajas para la representación de las esferas del poder y una luminosidad más natural entremezclada con colores ocres y verdes para este falso héroe encarnado por Luis Brandoni, pero opacando el brillo de esta lúcida idea para la puesta en escena entre tanto aparecía la innecesaria mostración de la magnífica “maquinaria” del Teatro en un intento hacer un traslado espaciotemporal del relato.
Con un intervalo previamente acordado entre la voz en off y los espectadores, muchos logran relajarse, estirar las piernas acompañados por un champagne y hacer breves comentarios sobre lo sucedido en escena, buscando un alivio para la confusión perfilada allí. Nada más parecido a un recreo escolar luego de la clase de matemática.




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